¡Hola mundo!

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Venenosa obsesión

 

Jamás se fijará en mí,

jamás sabrá que existí,

jamás oirá este lamento

que llevo tan dentro

de mí”

(Avalanch. Lucero)

Temo estar cerca de ti y muero si estás lejos, el roce de tu piel me quema, pero tu ausencia hiela mi sangre. No quiero seguir así, pero no pediré más porque se que no me vas a dar más. Supongo que la decisión es mía, pero he decidido no decidir, he pensado que es mejor para mi no pensar en nada que no seas tú. Tú y tus manos de fuego, tú y tu lengua maldita, tú y tu boca venenosa. Tú, que no sabes que existo, que no te imaginas cómo espero verte ni cuánto me desespera el que no aparezcas.

Dudo que sepas que existo; a tu lado no soy más que alguien a quien ni te dignarías mirar fuera del trabajo; dudo que, de saber de mi existencia fuera de aquí, me mereciera de ti algo más que una mirada distraída. Tú, sin embargo, te metiste dentro de mí en el mismo instante en que te vi por primera vez; podría describirte con precisión fotográfica dónde fue, qué llevabas puesto, qué hacías allí, qué hacía yo. Podría decirte que, cuando nuestras miradas se cruzaron, apenas un instante, sentí algo parecido a un puñetazo en el estómago: me quedé sin aliento, sin reacción; entonces lo supe, te habías colado dentro, muy dentro de mi. También supe que no podría sacarte aunque quisiera. Y, para mi desgracia, tengo la certeza de que no quiero.

Eres veneno para mí, porque se que me hace daño pensar en ti sabiendo que no te voy a tener nunca, pero siento algo parecido a la felicidad al imaginar que puede que si, que puede que alguna vez… Eso lo pienso cada noche, cuando invoco tu nombre como una oración, cuando el veneno que eres para mí se vuelve mas potente, más poderoso, mas letal, cuando doy vueltas en la cama pensando que estas aquí, a mi lado, cuando mis sábanas sudan, cuando mi almohada se empapa de mi, cuando la luna se ríe al verme así, inquieta en la cama, pensando en una quimera, pensando en ti.

A veces pienso que quizá debería intentar decirte algo de lo que siento, de lo que provocas en mí; a veces creo que sería mejor terminar de una vez con esto o, de una forma loca, llegar a creer que algo puede empezar entre nosotras, pero entonces recuerdo tu cara, tus ojos, el arco de tus cejas, el contorno de tus labios y te veo como lo que eres: una hermosa mariposa de vivos colores, una mariposa increíblemente bella y frágil, capaz de batir las alas y llegar donde nunca llegaría una polilla como yo. Porque así me siento y te siento: polilla y mariposa.

Y si tengo que ser sincera contigo, te diré que siempre he sido así, incapaz de expresar lo que siento; soy cobarde, lo se. Aunque te resulte casi increíble creerlo, porque me ves como me ve el resto del mundo: segura y fuerte, algo huraña y solitaria; si, se que dicen que es porque, como puedo tener a quien quiera, me he vuelto muy exigente y no me entrego con facilidad. Se todo eso y, la verdad, a veces me río, a veces lloro al recordar un pasado del que intento huir. Lo que no saben, lo que no quiero que sepan es que esto que me está pasando contigo, me pasó otra vez, cuando me entregué sin reservas a alguien que, ironías de la vida, me recuerda mucho a ti. Me lancé a sus brazos sin red, sin hacer caso de las lucecitas de aviso que se me encendían cuando me llamaba y lo dejaba todo y a todos por acudir, por atender lo que yo creía que eran sus necesidades y resultaron ser mis debilidades.

Por eso ahora no las muestro; mis debilidades, mis miedos y, si, por qué no, mi timidez, están controlados, escondidos bajo una máscara que sólo cae al suelo en la fría oscuridad de mi habitación, cuando el veneno empieza a actuar; cuando lo único que ocupa mi cabeza eres tú, cuando quisieras saber qué haces, qué sientes, con quién compartes tus noches, quien disfruta de tu cuerpo, quien te acaricia… eso me enloquece, eso hace que el veneno se apodere de mi sangre.

Te imagino de muchas formas, con mucha gente, con muchas ideas en tu cabeza, con mucha vida en tu alma. Te imagino lejos y eso me duele; te imagino cerca y eso me mata. No se si alguna vez voy a ser capaz de decirte algo, porque las señales que creo recibir de ti no se sin son de aquiescencia o rechazo. No se nada, es lo único que se; eso y el imaginar que eres tú a quien acaricio cuando mis noches son como ésta de hoy, fría, solitaria y oscura, muy oscura.

Me meto en la cama, sabiendo que el sueño va a tardar en llegar; mi cabeza se pone a funcionar a mil por hora. Pensamientos que van y vienen, ideas descabelladas. La noche me da valor para pensar que mañana sí, que de mañana no pasa, que buscaré el momento adecuado para hablarte, para intentar explicarte esto que me pasa, para esperar que lo entiendas y que me entiendas; para que, si no tengo la menor oportunidad, me lo digas sin más. Quiero que esto acabe y no se me ocurre otra forma, porque de tu respuesta dependerá que mi agonía acabe o no y también porque se que, de una u otra forma, mi vida cambie o siga siendo lo que es hasta ahora: una sucesión de días sin sentido, ni rumbo, ni objetivo; días vacíos, noches llena de miedos.

Te diría que derramases tu veneno sobre mí, en mí, dentro de mí; te rogaría que ese veneno fuese instantáneo, letal; quiero que esto acabe, pero no quiero hacer nada para acabarlo yo, porque estoy sintiendo esos primeros síntomas: estoy paralizada cuando quisiera salir corriendo, hasta sentir estallar mis pulmones, gritando tu nombre hasta quedarme sin voz, quemando mis naves hasta no tener un mísero madero al que agarrarme; ahogándome en ti, ofreciéndote este miserable y cobarde sacrificio.

No lo sabes, no creo que lo sepas y dudo que alguna vez, siquiera remotamente, adivines que pasa por mi cabeza cuando te veo cada mañana, cuando me saludas con una sonrisa que se me clava dentro; no, no sabes nada de eso, pero esta noche pienso que mañana sí, mañana lo sabrás, mañana haré que lo sepas. Pensar eso me tranquiliza y algo parecido al sueño me asalta. Una imagen fugaz cierra mi vigilia. Antes de sumergirme en esas aguas negras, frías y revueltas en que se han convertido mis horas de sueño. Son tus ojos, como un faro.

Quiero creer, quiero pensar que ese faro me va a guiar hacia ti, que ese faro va a aliviar lo que tu veneno me ha hecho, quiero lucir una sonrisa mientras sigo la luz, tu luz, porque quiero tener la certeza que esa estela me llevará a puerto seguro; y lo creo, lo sigo creyendo, me sigo aferrando a eso mientras las aguas a mi alrededor se vuelven turbias y bravas, gélidas; sigo pensando en que todo eso es posible mientras la realidad se abre ante mí, una realidad de aristas afiladas, una realidad equivocada…

Derrama tu veneno sobre mí, acaba conmigo, contamíname, intoxícame, mátame; si lo haces, todo habrá merecido la pena, todo tendrá sentido, porque, sin saberlo, has sido y eres, para mí, veneno y antídoto, tormenta y calma, día y noche, ying y yang… has sido vida para mí y ahora, eres mi muerte.

 

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Cena para dos

 

El restaurante era pequeño, acogedor, cálido; era tal y como él lo había descrito y ella lo había imaginado; fue un acierto, pensó, que quien construyó el hotel, hubiese respetado ese rincón que, suponía, había sido testigo de muchas veladas memorables, de muchas relaciones, de amores unas, de desamores otras; el pequeño restaurante era el contrapunto perfecto para el hotel y, de alguna forma, lo uno no hubiera sido lo mismo sin lo otro. Lo cierto es que el hotel había sido proyectado y construido sin reparar gastos, dotándolo de cuanta comodidad demandasen sus exclusivos clientes; el restaurante, sin embargo, parecía haberse estancado en el tiempo, conservando su esencia, su carácter…. la mujer pensaba en todo eso porque estaba nerviosa, aunque procuraba que nada en sus gestos denotase ese nerviosismo. No había nadie más que ella allí, ninguna otra mesa ocupada; no veía a nadie, porque el camarero que la había recibido y, con exquisitos modales, la había conducido a la mesa, la mesa que había sido motivo de tantas charlas, había desaparecido; la mesa junto al ventanal, que era cómplice de la luna y la dejaba pasar para que dibujase caprichosas formas sobre la nívea blancura del mantel; lunas y velas, tal y como le había prometido que sería si alguna vez llegaban a verse.

Adivinó su presencia antes de verlo: creía saberlo todo de él, incluso la colonia que usaba y ese tenue aroma lo había delatado. Su aroma y la música. No había olvidado nada, porque lo que había empezado a sonar era una de las canciones que ella le había confesado que era de sus favoritas, una canción triste, una cantante con la voz rota, una letra que llegaba al alma… Ella se tensó y casi se arrepintió de haber aceptado aquella cena: Si, de acuerdo, era una cena, nada más; era un ponerse caras después de tanta confesión hecha en la distancia, a través de una pantalla. No era ninguna ingenua, sabía y tenía muy presente que en la red se miente mucho, pero no sabría decir ni decirse por qué, después de alguna que otra charla intrascendente, empezó a confiar en aquel hombre misterioso, que hablaba poco pero decía mucho, hermético hasta casi exasperarla; por eso, la sorprendió cuando, en mitad de una de aquellas charlas, él le propuso una cena. Y lo hizo como lo hacía casi todo, sin que ella supiera muy bien si hablaba o no en serio.

Y allí estaban, por fin, en aquel sitio del que tanto sabía porque, según le había dicho, era uno de sus favoritos; se lo había descrito con precisión casi fotográfica: cada detalle de la decoración era y estaba donde él le había dicho; cuando ella, para sorpresa de ambos, aceptó aquella cena, las descripciones se hicieron más vívidas y eso la hizo sentirse cómoda a pesar de los nervios que sentía. Primero su aroma, luego su voz; una voz grave, con un levísimo temblor (después de todo, no era la única que no estaba del todo tranquila), que le pidió permiso para sentarse.

Frente a frente, cara a cara, mirándose a los ojos; ella se alegró de haber elegido el conjunto que llevaba: elegante y discreta, poco maquillaje, pocas joyas. Frente a ella, un hombre de aproximadamente su edad, serio, atractivo, con una expresión casi traviesa en su rostro; no lo podía negar, estaba tan nervioso o más que ella. Sonrió al verla y ella le devolvió la sonrisa: los dos parecían haberse puesto de acuerdo en cómo querían ser vistos. A él, ella le pareció hermosa, sin estridencias pero hermosa; le gustaron sus ojos, oscuros y sinceros; a ella, él le pareció atractivo, sus manos eran delicadas pero firmes, dedos largos; ella era baja, el era alto y fornido, pero parecía acostumbrado a desenvolverse con la indumentaria que llevaba ahora: traje y corbata, elegidos y combinados con gusto.

Como obedeciendo una orden no pronunciada, sus manos se deslizaron sobre la mesa y se unieron; ahora, justo en ese momento, con ese gesto tan simple y tan complejo a la vez de tocarse, cada uno supo más del otro que todas las charlas que habían mantenido durante los meses que llevaban conociéndose y hablándose en la distancia. El notó su tacto suave, notó su delicadeza. Ella sintió su calor, su calidez, su fortaleza, sintió (menuda tontería), que un hombre como él no dejaría que nada malo le ocurriese; sintió que ese hombre sería capaz de protegerla siempre.

La música sigue sonando, la luz de las velas sigue jugueteando en los ojos de los dos únicos comensales de aquel pequeño restaurante, las manos siguen unidas, el olor del mar se cuela y los envuelve; la cena está preparada, lista para ser servida; ella no tiene duda alguna de que se le ofrecerán todos los platos que, en esas charlas, ha confesado que le gustan. El no ha dicho nada, pero ella lo sabe. El hace un leve gesto con la cabeza y, como por arte de magia, aparece un par de camareros que, como magos también, apenas se hacen notar y disponen en la mesa una botella de vino y platos que desprenden aromas que se confunden con el delicado perfume de ella y la colonia varonil de él; y, como fondo, el olor del mar…

(Esto lo mandé a un concurso, hoy se ha fallado y no he ganado).

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…ME LLAMARÁS SU??

 

One of this mornings

won’t be very long

you will look for me

and i’ll be gone”

(Moby. One of these mornings)

Oía el chasquido del látigo al golpear en sus nalgas, acompasado, rítmico, enérgico; no lo descargaba con excesiva fuerza; quería que lo sintiera, pero no quería lastimarla, no quería dañarla, era algo que los dos tenían muy claro. Cada chasquido, cada golpe lo acompañaba ella con un gemido, doloroso y placentero. No obstante, debía reconocerlo, reconocerse, que el placer ganaba terreno al dolor. Le gustaba, lo disfrutaba, al igual que disfrutaba sintiendo el roce de las cuerdas en su piel, como unas manos fuertes y poderosas que la sujetasen para que no escapase, para cerciorarse de que seguiría allí, recibiendo latigazos placenteros, notando como sus nalgas reaccionaban y se enrojecían; estaba allí, arrodillada, desnuda y a merced de aquel hombre con quien había pactado aquello, aquello que significaba el principio de una relación basada en la asunción, por parte de cada uno, del papel que, libremente, habían querido asumir.

Ella sabía que a él le gustaba azotar, oírla gemir. El ponía la música, ella la letra; juntos, componían aquella sinfonía de azotes y gemidos… No entendía como alguien tan delicado podía disfrutar con aquello, pero tampoco le preocupaba; por no entender, no alcanzaba a comprender como ella, una mujer segura de si misma, fría y eficiente en su vida, llegaba casi al clímax recibiendo azotes. O no era por los azotes y sí por lo que sabía que le producía a él?? Dejó de pensar, volvió a concentrarse en el chasquido del látigo y en sus nalgas, hasta que cesaron. No habló, respetó otra de las reglas: no hablar mientras su Amo la instruía, la adiestraba, la hacía sentir suya. La ayudó a levantarse. Volvió a sentirse vulnerable mientras él miraba su cuerpo, apenas cubierto por cuerdas; su sexo y sus senos libres. La acercó al sofá y la hizo sentarse; sus manos, enguatadas de negro, abarcaron sus pechos y pellizcaron los pezones, los retorcieron. Al instante, identificó lo que aquello significaba: era un premio; el sabía, porque sabía casi todo de ella, porque conocía su cuerpo y sus reacciones casi mejor que ella, que la volvía loca que le acariciase los pechos, que los estrujase, que pellizcase sus pezones. Ella lo miró a la cara, vio en los ojos de su Amo satisfacción y aprobación. Ella se sintió satisfecha.

Algo más tarde, de vuelta a casa y como casi siempre le ocurría, pensó en como había empezado todo aquello. En realidad, pensó, le costaría explicar, de forma coherente, como alguien como ella había aceptado el rol de sumisa; si tuviera que hacerlo, jamás diría por qué, después de mucho hablar, se había lanzado a aquella aventura, a tratar de descubrir qué se ocultaba en todo aquel mundo lleno de siglas, palabras clave, términos extraños: la había conquistado, aquél a quien llamaba Amo, a quien se entregaba cada vez que tenía ocasión había derribado, una por una, todas sus defensas, sus reticencias, sus suspicacias. Y lo había hecho desde aquella primera sesión, la primera de verdad, cuando se dejó desnudar por él, cuando notó el nerviosismo en sus manos, torpes con su ropa. Notó sus manos frías cuando la condujo al cuarto de baño, pero esas manos fueron suaves cuando la frotaron bajo la ducha; era uno de sus acuerdos, cada sesión se iniciaba con una ducha. El Amo así lo exigía y ella así lo aceptaba.

Ahora, meses después, la primera parte de sus encuentros no variaba: se encontraba la puerta abierta, el vestíbulo a oscuras y desierto. Sabía lo que tenía que hacer y lo hacía. Se desnudaba completamente, a excepción de medias y tacones; subía despacio las escaleras; sabía que él la esperaría en el baño. Sabía que, al verla cruzar la puerta, el batín que lo cubría caería al suelo, a sus pies, para que ella lo recogiera y lo colocara con pulcritud en el colgador de detrás de la puerta; mientras, él esperaría a que ella dejase el agua de la ducha correr, hasta que tuviese la temperatura adecuada; entonces, el se colocaría bajo esa lluvia cálida y ella recorrería su cuerpo con la esponja, enjabonándolo despacio, acariciándolo en cada rincón, en cada pliegue, mientras veía correr el agua, deseando ser como una de esas gotas. Luego, acabado el ritual del baño, ella sabía que tenía que salir de allí; lo esperaría en su habitación especial, la habitación de los juegos.

Mientras esperaba, recordó la primera vez que se quedó a solas allí y del miedo que sintió al ver aquella colección de no sabía muy bien como calificar aquellas cosas que, ordenadamente dispuestas, casi llenaban la habitación. Luego fue aprendiendo los nombres de todas y cada una de aquellas cosas: látigo, fusta, esposas, cuerdas… había otras cosas que le eran familiares, algunas cotidianas, domésticas casi; había una especie de expositor que mostraba otra variedad de “juguetes” (así los llamaba él). Aquella primera vez, él se demoró bastante, parecía como si quisiera que ella se familiarizara con aquella estancia. La imaginaba sentada en el borde de la cama sintiendo, a partes iguales, miedo y excitación. La puerta de la habitación entreabierta, la cerraba él al llegar. A ella le parecía que, de esa forma, él le daba la oportunidad de irse si quería, pero si cuando le llegaba, cerraba la puerta y no había vuelta atrás, no si ella no pronunciaba la palabra mágica, la palabra que lo paraba todo.

No lo oyó llegar. Oyó la puerta cerrarse, levantó la vista y lo vio: impecable en su traje azul oscuro, camisa celeste, corbata burdeos, zapatos brillantes como espejos; manos delicadas, firmes, ojos hipnóticos; una de sus manos tomó su barbilla y la hizo levantar la cabeza para que sus ojos se encontraran. Supo lo que quería y supo también que estaba dispuesta a dárselo, a hacer cualquier cosa que él le pidiera, a romper las reglas si eso era lo que él quería. No dijo nada, porque una de esas reglas le impedía hablar. Se levantó, siguiendo la mano que la sujetaba, se dejó examinar: la miraba como quien mira una posesión valiosa, sin apenas tocarla. Se alejó de ella, se acercó a un mueble de cajones y miró en su interior, con parsimonia, como lo hacía todo; parecía indeciso, pero ella sabía muy bien que no era eso. Era un perfeccionista. Cuando se volvió hacia ella, llevaba en las manos un rollo de cuerda. Ella seguía de pie, observándolo, intentando adivinar qué habría ideado. El habló, su voz era grave y bien modulada. Hoy me apetece probar otro nudo, dijo. Separa los brazos. Ella obedeció y empezó a sentir como la cuerda se enroscaba en su cuerpo, suave como un abrazo; de cuando en cuando, sus dedos la tocaban y ella sentía como pequeñas descargas eléctricas. La cuerda empezaba a la altura de su ombligo e iba subiendo, reptando casi, envolviéndola. Sus manos eran hábiles y no quiso pensar cuantas mujeres, antes que ella, habrían estado ahí, como ella estaba ahora, sintiendo el contacto de la cuerda en su piel, esa cuerda que ocultaba su cuerpo de cintura para arriba, excepto sus pechos, cruzados por un par de lazadas, para terminar en la parte trasera de su cuello. Ahora, dijo él, cruza las manos delante de ti. Como si la cuerda tuviese vida propia, sus manos se vieron enlazadas en ella y unidas entre sí. Maniatada. Un leve tirón. Sus pies obedecieron.

La cuerda atada a una argolla sujeta a la pared; sus brazos sobre su cabeza, sus piernas levemente separadas, su cuerpo embutido en cuerdas; el frío de la pared sobre sus pezones los hace reaccionar, endurecerse. Te voy a presentar una de mis mascotas, es un gatito; esa voz otra vez, susurrando ahora, casi con travesura, ya me dirás que te parece. Sus nalgas notaron el primer azote, multiplicado por cada una de las colas del gato; una especie de escalofrío recorrió todo su cuerpo. Instintivamente, sus pezones buscaron la pared, sus piernas se separaron un poco más; supo que, a cada gemido suyo, la excitación de su señor aumentaba y, como en un circulo, la suya también; notaba sus nalgas castigadas y él debió pensar lo mismo, porque los azotes cesaron. Alzó la cabeza y vio como desataban sus manos; notó los brazos rígidos y doloridos, pero no se quejó; la cuerda que la sujetaba volvió a tensarse y se puso otra vez en marcha. Ahora la conducía a la cama. Lo miró un momento. Seguía impecable, algo congestionado, pero impecable y sonriente; satisfecho.

La voz otra vez. Descansa un poco, le dijo, ponte boca abajo. No lo dijo, pero agradeció en silencio ese momento. Ahora notaba que la cuerda la apretaba. Pensaba en eso cuando lo notó cerca otra vez: arrodillate. Y lo hizo. El se tumbó a su lado, la miraba, miraba sus pechos; pellizcó sus pezones. Ahora tenía la certeza de que iba a premiarla. Acarició sus pechos con suavidad, abarcándolos; ella gemía, él parecía satisfecho. Sus manos parecieron buscar algo; un grito de placer se le escapó cuando notó la primera pinza en uno de sus pezones. Una mas. Otro grito. Agachó la cabeza con los ojos cerrados; abrió un poco más las piernas cuando lo notó detrás; oyó un leve zumbido, sintió como sus manos la abrían; imaginaba sus dedos, largos, finos y fuertes, recorrer su sexo, rodeándolo; notó cuando las manos de su señor fueron sustituidas por aquello que emitía el zumbido. También era diestro con aquel artefacto, sabía manejarlo; a veces en circulo, a veces quedándose quieto, a veces de arriba abajo… Fue paciente, sabía que ella estaba disfrutando, esperaba sin ninguna prisa que llegase al orgasmo. Cuando el clímax le llegó, como siempre, respetando una de esas reglas, él la dejó sola, marchando como había llegado, como un fantasma, como alguien incorpóreo, como una aparición que ahora, justo en ese momento, desaparecía. Era una certeza que volvería, a desatarla (a liberarla??), a ungir sus nalgas para que no le quedasen marcas… Hasta la siguiente sesión…

Pues eso.

 

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SIGUE IMAGINANDO…

 

La vida es como una rosa

sus aromas preciosos te envolverán.

La vida es como una rosa

sus espinas dolorosas te pincharán”

(La vida es como una rosa. Vaya con Dios)

Algo ha cambiado en su vida y en ella. Tiene la certeza de que nada en ella ni en su vida volverá a ser igual. En apariencia, sigue siendo la misma persona que salió a media tarde de aquella casa, con una mezcla de sensaciones en su alma, sintiendo muy vivo y muy reciente el ultraje de que había sido objeto. Eso había sido en manos de aquella mujer: un objeto, un trozo de arcilla maleable; pero lo peor no era eso, lo peor es que había sentido que su cuerpo quería responder, que aquellas manos que la habían ultrajado le habían arrancado gemidos de placer, que sentía que quería más, que deseaba que el tiempo se hubiese detenido en aquella habitación inundada por el sol, impregnada por aquel perfume sensual, iluminada por los rayos de sol de aquel día increíble mientras la música se mezclaba y formaba un todo: sol, gemido, perfume y caricias. Un placer indescriptible y una rabia inenarrable.

Habían pasado unos días desde aquello, había pensado mucho en aquel día, pero no lo había hablado con nadie. Esperaba el momento adecuado para contárselo a su marido. Teme su reacción. Lo conoce muy bien: trabajan juntos, viven juntos, duermen juntos… pero no sabe como va a encajar ésto; por eso, hoy, otro radiante día, justo una semana después, la ocasión se le presenta en forma, otra vez, de desajuste en su bien planificado día. Esta vez, nada que ver; esta vez, invitación a almorzar con su marido, en su restaurante especial, donde se conocieron, donde decidieron vivir juntos, donde decidieron tantas y tantas cosas… Eso la emociona, le alegra el alma, le da fuerzas, le ofrece algo de valor para decir lo que lleva una semana callando.

Apenas terminó de entrar en el restaurante, supo que algo iba mal; buscó con la vista “su” mesa. Allí estaba él, atractivo e irresistible. Desde donde estaba, sólo lo veía a él, que parecía estar hablando con alguien, desplegando todos sus encantos, hipnotizando con su voz y con sus gestos. Esperaba una cita romántica, almuerzo para dos; esperaba que, tras la comida, no le propusiese ir a uno de esos clubes que tanto parecían gustarle; lo que quedaba de día quería estar y pasarlo con él, sólo con el. Resignada, avanzó hacia la mesa, pensando que su marido hablaba con alguien con quien había coincidido allí, alguien que desaparecería al verla llegar, alguien que no haría variar un ápice sus planes, alguien que… Podía haber esperado a cualquiera, excepto a ella, la que fue su anfitriona una semana atrás, la que usó su cuerpo para darle y darse placer, la que la había acariciado de todas las formas imaginables, la que había besado sus labios, sus pechos, su sexo… Y ahí estaban los dos, en animada charla. El encantador, ella seria, asintiendo, escuchando, sonriendo.

La comida fue un verdadero calvario. Habló poco, comió poco; deseó que aquello acabase, quería estar a solas con su marido, quería una explicación. No hizo falta, se la ofrecieron a medias; hablaron de negocios y llegó a entender que ella era parte de ese negocio, una de las condiciones, algo que se había negociado a sus espaldas. El se disculpó y dejó a las dos mujeres solas, frente a frente. Ella estaba tensa, furiosa, desilusionada. Esperaba que la anfitriona dijese algo, lo más mínimo, que le ofreciese la excusa más insignificante para decirle cuanto pensaba de ella, la opinión que le merecía, lo repugnante que le parecía. Esperaba oírla, esperaba recibir, al menos, una disculpa; lo que no esperaba es que su mano, esa mano que se había introducido dentro de ella una semana atrás, se rozase con la suya. Hecho esto, se levantó y se marchó. Cuando su marido volvió a la mesa, pareció sorprendido de encontrarla sola. Se sentó a su lado, la besó en el cuello y le dijo que la deseaba; no que la amaba, nunca se lo decía.

De camino a casa, sin que ella lo pidiera, el se lo explicó todo que, resumido, podría ser que la “anfitriona” era una clienta de su empresa, que pensaba invertir bastante, pero que antes de decidirse quería conocerla mejor; siguió diciendo que esperaba que se hubiese divertido, aunque hubiera preferido que ella se lo contara, como siempre le contaba todo, que le hubiese gustado participar, pero que la clienta fue tajante: solo ella. Y el aceptó, después de todo, no era la primera vez que compartían cama con otras personas; si, cierto, siempre era él quien proponía y siempre era ella quien accedía. A veces sin ganas, a veces con cierta repulsión, a veces disfrutando, a veces… pero nunca engañada, no hasta ahora, no hasta la semana pasada.

Esa noche, después de dejarse desnudar, acariciar y penetrar de forma salvaje por aquel hombre con el que llevaba casada mas de cinco años y que ahora le parecía un absoluto desconocido, mientras sentía como resbalaba el esperma por sus muslos, mientras notaba el sabor de su sexo en la boca, decidió que no era eso lo que quería, que aquello que tenía, aquello por lo que había luchado no la llenaba, no la satisfacía; se dio cuenta también de que, para ese hombre que yacía exhausto a su lado, no significaba más que un cuerpo deseable, alguien a quien no le importaba compartir, alguien que le era útil en los negocios y en la cama. Se durmió, pensando en cómo había empezado el día, sintiéndose distinta, deseando recuperar la normalidad y ahora, que el día tenía el mismo final que otros tantos días, la sensación era distinta. Volvía a sentirse juguete en manos ajenas. Esa noche, antes de sumergirse en un sueño inquieto, decidió que ese juguete quería liberarse de cuantas manos lo habían hecho funcionar antes.

Despertó unas horas más tarde, aún no había amanecido. No le extrañó que el sueño del que acababa de despertar fuese el mismo que la había estado asaltando las últimas noches: estaba en aquella cama enorme, sintiendo en su piel el frío del metal de las tijeras diminutas pero afiladas, oyendo los chasquidos al cortar su ropa interior; notaba los labios cálidos de la mujer que la besaban de forma lasciva, deseándola; la lengua que pareció marcarla allí por donde pasó: latigazos de fuego que le erizaban la piel y los pezones, que hacían reaccionar su sexo, humedeciéndolo primero, abriéndose después, accediendo a que una mano curiosa, inquisidora, hurgase en él, en ella.

Salió de casa, decidida a no volver; condujo un rato, sin rumbo aparente, pero no la sorprendió encontrarse frente a aquella casa otra vez, una semana y un día después. Encendió un cigarrillo, su marido abominaba de ese pequeño vicio suyo, por eso no lo hacía jamás en casa. Bajó la ventanilla y esperó el amanecer, fumando y mirando la entrada de la casa, aquella verja cerrada. En aquella casa, con aquella mujer, se había iniciado su descenso a los infiernos; desde que aquello había pasado, su mundo se había desmoronado a su alrededor; aquello le había hecho pensar, replantearse muchas cosas, abominar de otras, desear lo que había temido y temer lo que había deseado; no sabía que hacía allí, no iba con ninguna idea preconcebida, ninguna razón la empujaba, la lógica no la había guiado allí…

No se percató de la figura que se acercó hasta que un suave carraspeo la sacó de su abstracción. Un ligero roce en el brazo apoyado en la ventanilla, unas palabras apenas audibles, la figura que se aleja sin esperar respuesta, quizá porque quien la esperaba ya la conocía. La mujer siguió en el coche, pensando, la mirada perdida. Sabe y teme lo que tiene que hacer. Si quiere saltar, ha de hacerlo sin lastres, sin pesos muertos, sin cargas, sin dudas y tiene la certeza, fría como las tijeras, de que la mujer que habita en esa casa, puede ser una incógnita no resuelta en la ecuación que quiere que sea su futuro. Por eso no se sorprende cuando ve su mano girando la llave en el contacto, arrancando el coche, maniobrando para traspasar la verja que se ha abierto silenciosa.

Ahí está otra vez, impecable a pesar de lo intempestivo de la hora, como si estuviera esperándola, como si la suave bata que la cubre fuese un vestido de gala, como si en lugar de estar en un salón de su casa estuviese en una recepción. La invita a sentarse con una sonrisa. La mujer empieza a hablar, su voz tiene una cualidad cuasi hipnótica; con su voz dulce y áspera, la mujer le ruega que no la interrumpa. No intenta explicarse ni disculparse, no quiere su perdón ni su comprensión, pero le cuenta qué la impulsó a hacer lo que hizo. Una mujer habla, la otra escucha. Una de ellas en bata, la otra vestida de calle. Una con las ideas muy claras, la otra con la cabeza llena de dudas. La mujer sigue hablando: dice que sabe que ha tomado una decisión y dice que ella tiene algo que ver en todo eso que le está pasando; dice que sabe a qué ha vuelto a su casa y dice también que sólo tiene una forma de despejar esa duda antes de seguir, porque dice saber también que quiere pasar página de la vida que ha llevado. La mujer calla, se levanta, se despoja de la bata y, completamente desnuda, se encamina hacia las escaleras. Sube conmigo, añade, creo que te lo debo.

Quiere eso? Quiere subir otra vez? Quiere que se repita lo de hace una semana? La mujer tiene razón: solo hay una forma de averiguarlo y si, se lo debe; ahora, que nada turbia la claridad de su mente, reconoce que le excita la visión de la mujer desnuda que, con paso lento, sube las escaleras. Si, quiero esto; si, quiero subir otra vez; no, no se va a repetir lo de la semana pasada… o quizá si.

Pues eso.

 

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IMAGINA QUE…

Dreaming, dreaming

is free”

(Blondie. Dreaming)

Notaba su aliento cálido, pesado, junto a su oreja; lo oía jadear, la barba de un par de días le arañaba la piel; una de sus manos, una mano grande y áspera, sujetaba las dos suyas por encima de sus cabezas. La otra mano le estaba arrancando las bragas, con rabia, como un animal. Notaba en su boca en sabor metálico de su sangre, su propia sangre, sangre que venía de su labio, allí donde una de esas manos lo había hecho estallar. La cabeza de la mujer era una vorágine de ideas, pensamientos, sensaciones. La mano que no la sujeta recorre su sexo con vulgaridad, oye un gruñido, se ha dado cuenta de que va depilada y no sabe si eso le gusta a la bestia o no. Huele a tabaco y a alcohol. Ya no la protegen las bragas y eso, en mitad de todo ese torbellino que parece haberse instalado en su cabeza, la excita.

Se da cuenta de por qué la mano libre de la bestia ha parado de hurgar en su sexo; oye una cremallera, se prepara para lo que sabe viene ahora, pero no se delata, no se adelanta, pero está expectante, asustada, excitada y aterrorizada a la vez. Nota movimiento en la mano que le ha arrancado las bragas; vuelve a notarla en su sexo; no, no es su mano, al menos no vacía. Con exigencias, una de sus piernas le hace separar las suyas, ya no hay vuelta atrás. En un momento, siente un miembro enorme que la taladra. A la mujer se le escapa una mezcla de gemido y queja, de dolor casi placentero. El falo entra sin permiso; piensa que la va a reventar, a partir en dos, nunca ha sentido uno así. Empuja con fuerza, sin pensar si hace daño o no. Sus piernas se abren algo más. Con cada embestida aquel miembro enorme va entrando y saliendo de ella. Una de las manos enormes sigue sujetando las suyas; la otra le rasga el vestido, dejando sus pechos al aire. La boca del hombre busca uno de sus pezones, lo mordisquea, no le gusta, pero al menos esto no le hace daño, la barba si le irrita la piel sensible de sus senos. Las embestidas no cesan, la excitación de la mujer aumenta, el hombre no parece darse cuenta, sigue percutiendo, sigue taladrando, no parece cansarse, insiste en seguir hundiendo su monstruoso miembro en su sexo desprotegido, indefenso, excitado…

El hombre se corre dentro de ella, la inunda con su esperma caliente, abundante, que parece rellenarla, llegarle a todos los rincones de su cuerpo; el hombre gruñe, no parece querer que se pierda fuera ni una sola gota de su preciosa esencia. La mujer lo recibe temerosa, imaginando que la ahogan desde dentro, sintiendo la sustancia caliente que la inunda, tampoco parece tener fin el vertido que hace dentro de ella. La mujer siente los últimos estertores del hombre, las últimas embestidas, las últimas gotas… El hombre se retira, libera las manos de la mujer, se acaricia, se levanta y se aleja. La mujer parece una muñeca obscena; cabello revuelto, maquillaje corrido por las lágrimas, pechos al descubierto al igual que el sexo, a rebosar del líquido del hombre, que se resbala entre sus muslos, abiertos todavía. Su inmovilidad es absoluta a excepción de su lengua que, tímida, se asoma entre sus labios, los recorre y halla un resto de sangre; parece saborearlo, parece satisfecha, parece que….

La mujer se despierta sobresaltada, desorientada, no reconoce lo que la rodea, a pesar de que le es muy familiar. Está en su casa, en su cama. Se tranquiliza cuando su mano toca la figura de su marido, dormido a su lado. El sueño del que acaba de despertar le parece tan real que se toca el labio; naturalmente no está lastimado. Se levanta y va al baño, se mira al espejo, nada de marcas, nada de rasguños en los pechos. Un sueño, boba, no ha sido más que un sueño; sin embargo, siente su sexo húmedo, siente que está verdaderamente excitada, siente que le gustaría esa experiencia abominable. Vuelve a la cama, se abraza a su marido, se queda dormida.

El día amaneció espléndido, primaveral; la mujer se desperezó lentamente en la cama, pero se activó inmediatamente, como todos los días; se tomó su tiempo en elegir su vestuario, como siempre hacía; era atractiva, lo sabia y potenciaba su atractivo. Sabía las miradas que iba dejando al pasar, sabía que los ojos de los hombres la acompañaban, lo que no sabía ni podía imaginar es cómo iba a acabar aquel día que había empezado tan prometedor, tan radiante, tan primaveral.

Ya en su oficina, la primera llamada la descolocó por completo: tenía todo previsto, planificado, organizado y esa primera llamada trastocó todos sus planes. En circunstancias normales, hubiera dado largas, pero la clienta era de las privilegiadas, de las que no se le podía negar nada. Y lo que quería era que la reunión prevista para esa tarde en la oficina, se celebrase esa misma mañana, pero en su casa. No le quedaba otra y lo sabía, pero su humor cambió, el efecto del día se disipó.

Media mañana, zona residencial cara y discreta, aparcamiento privado, casa discreta pero elegante; la recibió una doncella, callada y hermosa. En silencio, la condujo a la planta superior; la habitación era una mezcla de despacho y biblioteca. La anfitriona parecía esperarla, sentada ante una mesa baja, donde había dispuesto desayuno para dos; desde la puerta, la miró con detenimiento: la misma expresión seria que le había visto reflejada en el rostro las pocas veces que habían coincidido. En voz baja, algo grave, le dio los buenos días y le pidió que se acercara y tomase asiento. Le ofreció la taza que tenía en la mano, la aceptó por cortesía. La anfitriona empezó a hablar; la invitada tomaba café a pequeños sorbos y asentía. Tediosa charla que pareció darle sueño…

Hubiera jurado que solo había parpadeado, pero cuando abrió los ojos, el escenario había cambiado; ya no estaba en aquella habitación mitad despacho mitad biblioteca. Le costó darse cuenta de que lo que veía era a sí misma, reflejada en un enorme espejo colocado en el techo, sobre la cama. Se asustó. Estaba atada de pies y manos, su cuerpo formaba un aspa en mitad de aquella enorme cama. Un aspa en ropa interior.

Sonido de pasos, secos, rotundos; un halo de perfume inunda la habitación. Perfume dulzón, embriagador. Un par de pasos. Parada. La invitada no ve a nadie y eso la inquieta; sigue asustada, muy asustada. Se siente vulnerable. Pasos. Parada. Un clic. La música inunda la habitación. Música clásica. Opera. Pasos otra vez. Esta vez se acercan a la cama. Ahora si, ahora la tiene en su angulo de visión: es su anfitriona, seria como siempre, pero con un brillo distinto en los ojos. La visión apenas dura un instante, siente que le sujeta la barbilla y recibe un beso lascivo, largo y húmedo, nota que una lengua la invade. Intenta soltarse, resistirse. No puede. Está a merced de aquella extraña mujer que, indudablemente, disfruta con todo aquello. Termina el beso y vuelve a oír los pasos, ahora se alejan. Nota un peso en la cama, como si la anfitriona se hubiese sentado. Siente algo frío en su vientre, frío y metálico; cierra los ojos, teme lo peor. No quiere acabar sus días así, desventrada en la cama de una extraña. Oye un chasquido, luego otro. La ha despojado de las bragas. Vuelve a sentir el recorrido del metal frío en su piel, ahora peligrosamente cerca de su sexo; unas tijeras, tienen que ser unas tijeras, piensa; intenta cerrar las piernas. Un pinchazo, una advertencia sin palabras (no lo hagas). Lengua que se posa en el pinchazo, lengua exigente, implacable, lengua que circunda su zona más sensible, que hurga en su sexo, que lo empapa de saliva. La invitada sigue rígida, concentrada en un punto fijo, como queriendo desentenderse de lo que le está pasando, como si estuviese a kilómetros de allí, intentando buscar una explicación racional a aquella situación inexplicable e irracional. La anfitriona no parece desanimarse; está segura de sí misma y de sus habilidades. Tijera olvidada, pequeña tijera abierta en la cama, como una réplica en miniatura de la mujer atada.

La anfitriona se retira de su sexo; la invitada piensa que ha captado la rigidez de su cuerpo y que todo esto, por fin, va a terminar. Está equivocada. Las tijeras son rescatadas de su olvido; un único chasquido entre sus dos pechos, que se liberan del sujetador, un momento de respiro para pensar, para ordenar el caos que reina en su mente; no le da tiempo. La anfitriona vuelve; ahora son sus pechos los que parecen llamar su atención; su lengua juguetea con los pezones indefensos, despojados de la mínima barrera que le proporcionaba el encaje del sujetador. Siente que se erizan. No quiere que pase, pero no lo puede evitar.

Mientras la lengua juega con sus pechos, una de las manos de la anfitriona baja hasta su sexo; la mano esta impregnada en algo, una sustancia gelatinosa y fría que la estremece. No obstante, al momento siente calor, mucho calor, la mano que le acaricia el sexo parece estar en llamas; como dotadas de voluntad propia, sus piernas se abren, su sexo se rinde a aquella mano abrasadora. Gime. La otra mujer sigue mordisqueando sus pezones, lamiéndolos, succionándolos. Un par de dedos se introducen en su sexo, abriéndose paso sin dificultad, abriéndolo para que se cuelen otros dos. La invitada se siente arder. La música sigue in crescendo. Una poderosa aria que no oyen ninguna de las dos mujeres. Las caricias se aceleran, la mano se vuelve mas atrevida. La invitada abre los ojos y el reflejo de lo que ve la excita aún más: tiene la mano de la anfitriona dentro de ella, toda la mano. Se cree morir. Por un fugaz momento, siente miedo, miedo de que esa mano que hurga en su interior la desgarre, pero es sabia, sabe lo que hace, se mueve despacio, con delicadeza… El placer la recorre en oleadas; se siente playa batida por un mar embravecido; cuando cree que ya no es posible sentir nada mas, una nueva ola, como una descarga eléctrica, la vuelve a alcanzar; se rinde, sin condiciones, grita cuando el último orgasmo, como un rayo, casi la hace perder el sentido. No se ha dado cuenta de que la mano se ha escapado de su sexo, de que sus pechos fueron abandonados, de que toda su esencia la recoge una boca ávida, una lengua ansiosa, una cara aprisionada entre sus piernas, una cabeza que sus manos sujetan para que no deje de hacer lo que está haciendo.

Cuando la invitada vuelve a ser consciente de dónde está, se encuentra nuevamente sola en la enorme cama. Está desatada; en realidad, lleva un buen rato desatada. Se levanta con cuidado. Su cuerpo todavía nota los últimos ramalazos de lo que acaba de sentir; está confusa, porque ni quería ni buscaba nada de lo que ha pasado y sabe que todo eso tiene un nombre, el nombre de una atrocidad sin nombre. Mira alrededor, ve una puerta semiabierta. Parece un baño. Ve su ropa pulcramente colocada en una silla. Ve una nota sobre la ropa. Caligrafía fina, trazos decididos. La nota es breve: márchate cuando gustes; si no vuelvo a verte, lo entenderé…

Pues eso.

 

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Ruleta rusa (La vida es asi…)

 

A veces se siente más la angustia esperando

un placer que sufriendo una pena”

(Sidonie-Gabrielle Colette).

Una mujer en una cama, un cuerpo desnudo, tumbado boca abajo, como si tomase el sol. Los brazos cruzados encima de la cabeza que, ladeada, solo deja ver un lado de la cara. Un cuerpo desnudo en mitad de una cama enorme, sábanas oscuras resaltan la cualidad casi lechosa de la piel femenina. La mujer parece dormir, su respiración acompasada, su inmovilidad, así lo hace pensar: dormida y soñando.

A la mujer de la cama se le escapa un suspiro, su postura no cambia, sus ojos no se abren; cruza las piernas, intenta retener los últimos espasmos que todavía siente en su sexo, donde hasta hace escasos momentos, unas manos la han hecho alcanzar cotas de placer nunca antes experimentadas. Aparte de ordenarle darse la vuelta en la cama, le ha dicho que se quede quieta, que volverá en breve, que todavía quiere enseñarle algo más, que quiere que experimente nuevas sensaciones que, muy probablemente, todavía desconozca. Y ella obedece, la mujer de la cama no se mueve; su respiración sigue agitada, su corazón aún acelerado, pero se esfuerza por mantenerse en un estado de inmovilidad total.

Suena una música tenue, las cortinas se mueven perezosas, como ejecutando una peculiar danza; la llama de las velas apenas se mueven y desprenden un aroma seductor, picante, algo dulzón. La habitación está iluminada por velas y por un rayo de luna que se cuela entre las cortinas, a medio correr. Música suave, velas y poca luz. La mujer de la cama está satisfecha pero expectante; no sabe nada de lo que va a pasar a continuación y se le ocurre pensar que debería demorarse un poco más, porque todavía está recordando lo que esas manos han hecho en ella, todavía lo está disfrutando; por otra parte, quiere volver a sentir sobre su piel esa otra piel ajena, quiere saber qué está haciendo ahora, pero sigue sin moverse: ha aceptado acatar sus órdenes y no quiere estropear ese primer encuentro.

En un sillón, hay sentada otra mujer. No hace nada, solo observa a la mujer de la cama. Se podría decir que la examina, se podría decir también que casi sabe lo que pasa por su cabeza. No le ha pasado inadvertido el cruce de piernas, sabe por qué lo ha hecho y eso le gusta, sabe que todavía está hipersensible y quiere que disfrute de esa sensación; sabe también que desea que sus manos vuelvan a acariciarla ya… Sabe mucho de ella, mucho más de lo que ella le ha dicho, de lo que han intercambiado desde que, hace ya algún tiempo, comenzaron a hablar, a conocerse.

La mujer del sillón recuerda aquellas primeras charlas, intrascendentes al principio y que, con el tiempo, se fueron volviendo más personales; todavía recuerda cómo tuvo que armarse de valor para llevarla a su terreno y el miedo que sintió cuando, tras proponerle abiertamente una relación de dominación y sumisión, la mujer que ahora esperaba, estuvo varios días sin dar señales de vida: ni hacía llamadas ni atendía las suyas, no aparecía por la sala de chat donde habían coincidido por primera vez… se dijo muchas cosas, que se había equivocado, que no merecía un pensamiento suyo; sí, se dijo todo eso y mucho más, pero también se dijo que hubiera querido algo más con ella; recuerda también como todo ese miedo desapareció cuando sonó el teléfono (bendita llamada!!). Fue una llamada larga, donde quedaron claras muchas cosas, donde se despejaron dudas y desaparecieron miedos; esa llamada había propiciado el primer encuentro.

 

La mujer se levanta del sillón, nada cubre su cuerpo, donde el jugueteo de las llamas de las velas hace dibujos caprichosos. Se acerca a la cama. Una mano recorre la espalda de la mujer que parece dormir; los dedos, erráticos van de un lado a otro, sintiendo el suave tacto de su cálida piel, nota un estremecimiento, oye un gemido débil, se sienta en la cama, mirando sus nalgas, sus manos se ciñen a la cintura, masajeándola suavemente; se inclina un poco más, llega al exterior de los muslos, suben y bajan sus manos, reacciona el otro cuerpo; las piernas ya no están cruzadas, sus manos toman posesión de las nalgas, rotundas, hermosas. Las manos las acarician, primero con suavidad, luego como si las estuviese amasando; sabe que lo hace bien, siente la reacción del otro cuerpo. Eso la anima y sus manos se vuelven más osadas, sigue masajeando, pero ahora las está separando; otra reacción, otro gemido, la música sigue sonando, suave y relajante, las velas perfuman toda la estancia, la cortina se mueve un poco, la luna sigue ahí, como si quisiera ser una invitada más.

La figura tumbada se mueve, quiere ponérselo fácil a las manos que se pasean sobre ella; adora esas manos que ahora no ve, pero que siente, siente como separan sus nalgas y siente como unos dedos se introducen entre ellas y empiezan a acariciarla; otro gemido, una súplica silenciosa, una plegaria a un dios inexistente; no quiere que esas manos dejen de acariciarla. Una mano se retira un instante; un dedo recorre su sexo, esta húmedo, con mucha delicadeza, con suavidad y lentitud, el dedo se introduce en su ano. Sus rodillas se flexionan, se apoya en ellas, quiere ese dedo dentro. Oye una risita, nota que la otra mujer cambia de postura en la cama, ahora está detrás, el dedo sigue dentro, entra y sale muy despacio. Sus cabeza se apoyan en los brazos cruzados; el placer la recorre en oleadas, ascendiendo como una pleamar; el dedo entra y sale y su placer aumenta. No se lo esperaba, pero siente llegar el orgasmo cuando el dedo acelera su ritmo de entrada y salida. Cree que nada puede superar eso que siente cuando otros dos dedos, misma mano, se introducen en su vagina, húmeda y cálida; los acoge como animalitos perdidos, le gusta notarlos dentro de sí, sentir su roce cuando entran y salen…. no puede mas y grita.

Vuelve a tumbarse boca abajo, vuelve a cruzar las piernas, sigue jadeando, su corazón sigue acelerado, su respiración entrecortada. No está sola ahora. La otra mujer se ha tumbado a su lado, también boca abajo. Se miran a los ojos. Mientras espera que pasen los últimos espasmos, mira los ojos de quien ha causado ese placer indescriptible; la primera vez que los vio, le parecieron fríos, ahora siente que esta mirando el mar, un mar donde no le importaría perderse, ahogarse, desaparecer….

Pues eso.

 

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DIEZ MINUTOS ANTES (Del Big-Bang)

 

El no se da cuenta pero

el silencio aquí dentro

es enorme”

(Alice Saint Anna)

Alguien dijo que es muy peligroso hacer planes para el día siguiente si uno no recuerda qué comió el día anterior; no obstante, estas tres personas que ahora comparten jadeos y caricias, han estado planeando este momento y lo han planeado como una operación militar: el fracaso no era una opción. Por eso lo han aplazado varias veces y, precisamente por eso también, desde que habían cerrado tras de sí la puerta de aquella casa, se habían entregado cada uno a los demás.

Se habían conocido por internet; por lógica, el único lugar donde tres personas tan distintas entre sí podían tener ocasión de entablar una conversación. Tres generaciones compartiendo cama: la mayor, cercana a la cuarentena, a esa edad en que todas las mujeres se vuelven rubias; en medio, un hombretón casi rozando los treinta, orgulloso de su cuerpo y del tamaño de su pene; la menor, una chica (parecía demasiado joven para llamarla mujer), de veintipocos; vestida, su estatura y su cara la hubieran hecho pasar por colegiala.

La mayor se había encargado de preparar el lugar del encuentro y de recoger a la más joven. Había quedado con ella un rato antes de que se encontraran los tres porque tenía curiosidad, sentía curiosidad por alguien que, si era tan joven como decía y como se mostraba en las escasas fotos que había visto, hubiera decidido probar lo que iban a hacer esa tarde: sexo con desconocidos. Alguien que se había mostrado entusiasmada con la perspectiva de hacer un trío, se dijo, merece la pena ser examinada a solas. Y ahí estaba, esperando donde le había dicho que esperaría, casi impaciente, mirando de reojo el reloj y deseando que no se hubiese echado atrás. Unos golpecitos en la ventanilla la sobresaltaron, giró la cabeza y ahí estaba: casi una réplica de la protagonista de Millenium. Cuando estuvo sentada a su lado y el coche empezó a moverse, lo único que se le ocurrió a la señora rubia fue decirle a la chica que no llevaba ropa interior, que si quería, podía comprobarlo… apenas lo hubo dicho, se sintió ridícula; la chica soltó una carcajada y la miró, y vio a alguien a quien, en realidad, no sabía si las fotos le hacían justicia. Se le notaba la edad, pensó, casi cuarentona, pero con un cuerpazo; horas de gimnasio y dieta, pensó. Un vestido de una pieza, de esos que se ajustan al cuerpo, negro; medias negras también, zapatos de tacón… La una la antítesis de la otra.

Se fueron alejando del bullicioso lugar donde se habían encontrado mientras el sol se alejaba también y una suave penumbra comenzaba a inundar las calles; quedaron detenidas en una calle estrecha, en una especie de embudo provocado por los atascos de la hora punta, de la vuelta a casa. La joven, entonces, giró su cabeza y miró el perfil de su acompañante, apoyó una mano en el muslo cubierto por la media negra, levanto el vestido muy despacio; su mano desapareció allí abajo, sus dedos se enredaron en una maraña de húmedo pelo. Dedos hábiles, pensó la mujer, que intentó abrir las piernas un poco para facilitar el acceso de esos dedos largos y delgados hasta que se mojaron de ella. No apartó la vista en ningún momento, pero una especie de escalofrío la recorrió entera y cerró las piernas, como dando a entender que la visita se había acabado. La chica volvió a reír y se llevó los dedos mojados a la boca. Se relamió; me está provocando, pensó la otra mujer, y creo que me gusta lo que hace y cómo lo hace.

Otra parada. Otra mínima espera. Otra puerta que se abre, esta vez trasera, la amortiguador del coche que deja sentir el peso del cuerpo del hombre, el tercer vértice de aquel triángulo ocasional. Se inclina hacia delante, sujeta la cabeza de la chica, la besa en la boca, le mete la lengua; se gira hacia el otro lado, le hace lo mismo a la mujer rubia, se sienta en mitad de los asientos traseros, como si quisiera que lo viesen bien.

Todo eso ha pasado hace apenas unas horas. Llegaron a una especie de casa en el campo, aislada, discreta; la mujer rubia insistió en que se quedasen en el coche unos minutos, que tenía algo que hacer dentro. Desapareció tras la puerta; se hizo esperar poco y la forma de hacerles ver a los otros que podían entrar fue dejar la puerta entreabierta. El hombretón y la chica pasaron a una sala casi totalmente desprovista de muebles, una chimenea encendida, muchas velas, dispuestas para iluminar pero también para dotar a la habitación del punto justo de misterio y calidez. Un sofá, una alfombra enorme y poco más a la vista. El hombre quiso saber donde estaba el baño, la mujer rubia le indicó y el hombre desapareció; cuando volvió, las dos mujeres estaban sentadas en el sofá. La rubia únicamente cubierta por las medias; la más joven todavía vestida, la cara hundida en la entrepierna ajena, ninguna de las dos pareció percatarse de su presencia y eso lo irritó: se suponía que él era el hombre, un hombre impresionante según todas las mujeres que lo habían disfrutado. La irritación dejó paso a la excitación, lo que veía era como un sueño hecho realidad; empezó a desnudarse y cuando toda su ropa fue un montón informe a sus pies, se acercó al sofá, dispuesto a intervenir en aquella fiestecita privada.

El hombre y la mujer rubia decidieron que merecía la pena hacer un paréntesis: ellos estaban desnudos y la chica joven todavía llevaba la ropa puesta; hubo movimiento en el sofá, que fue ocupado por el hombre, que se sentó como lo había hecho en el coche: en mitad del asiento, con las piernas muy abiertas; ahora, se acariciaba el miembro, que empezaba a reaccionar. Las dos mujeres en pie, vestida la una, desnuda la otra. La rubia toma la iniciativa, se acerca a la chica, le estampa un beso en la boca, la penetra con la lengua, la empuja hacia donde esta el hombre, que rodea su estrecha cintura y comienza a destrabar el botón del pantalón; lo baja, baja las braguitas y mira ese culito que lo sorprende. No se lo esperaba, la ropa que llevaba mas que vestirla, la cubría y ahora, se dijo, al quitar esa ropa, el cuerpo de la chica parecía ser todo un descubrimiento.

La mujer rubia le quita la camiseta, la chica no lleva sujetador; no lo necesita. Sus pechos son pequeños, pero firmes, pezones rosados y ahora, cuando los lame, los nota duros. Espera un poco, se dice, espera que esto va a merecer la pena. La empuja un poco mas hacia el hombre, la sienta encima de él; sus dedos se traban en los cordones de las botas de la chica. Se las quita, le baja los pantalones, caen las braguitas también. Mira el cuerpo de la chica, totalmente desnudo, ve su sexo, rasurado, rosado, lo adivina húmedo. Ve las manos del hombre que cubren los pechos pequeños. Mira hacia abajo. El hombre tiene un sexo enorme, que asoma por debajo de la chica. La mujer rubia mete su cabeza en las entrepiernas, alcanza a meterse en la boca la punta del pene, ya erecto, lo chupa, oye los gemidos del hombre; decide cambiar, ahora su lengua busca el sexo abierto de la chica. Lo abre, hunde su lengua en él, la mueve, serpentea sobre el clítoris. La chica gime. La mujer rubia se nota muy mojada. La chica le aparta la cabeza, sus manos se mueven rápidas, agarran el sexo del hombre, se lo coloca y se ensarta en él. El hombre lo esperaba y, sin soltarla, mueve sus caderas, la empuja, la chica siente como aquel falo enorme entra y sale de sí. La mujer rubia mira atónita. Quiere participar de aquello. Se sienta en el sofá, junto al hombre y empieza a acariciarse los pechos y el sexo, ya empapado.

 

Nota otra mano junto a la suya, nota unos dedos que se introducen en su sexo, que no ofrece resistencia alguna. El hombre sigue percutiendo sobre la chica, que parece disfrutar, que deja escapar un gemido cuando el hombre, como si su cuerpo no pesase ni su placer le importase, se la quita de encima. Mira a la otra mujer, siente en sus dedos su humedad y su deseo. Le gusta la idea de penetrarla ahora. Dirige su polla a aquel sexo cubierto de pelos húmedos. Le entra hasta el fondo. La mujer siente los empujes de animal de aquel animal hermoso y bien dotado; los vellos púbicos de ambos se tocan, la mujer empapa al hombre con su líquido. La chica no sabe muy bien qué hacer, ahora es ella quien mira y ahora es ella quien decide actuar. Sitúa su sexo cerca de la cara de la mujer rubia, que la recibe con una sonrisa, que la atrae hacia sí, que acompasa las embestidas del hombre con embestidas de su lengua a aquel sexo imberbe que se le ofrece. El hombre sigue percutiendo, la mujer rubia gime, se ha corrido, pero sigue aguantando las embestidas del hombre y sigue lamiendo ese coñito delicioso, hasta que se lo arrebatan. El hombre se ha vuelto a sentar, ha cogido por el pelo a la chica y la ha inclinado hacia su pene, todavía erecto, aún con ganas; se la mete en la boca, le sujeta la cabeza. La chica lo hace bien, se dice, pero todavía no ha probado lo mejor. Le retira el pene de la boca, la hace levantarse, la coloca dándole la espalda, la atrae sujetándola por las caderas, le mete las rodillas entre las piernas y, cuando la chica piensa que la va a volver a penetrar, siente que ese miembro monstruoso le invade el culo. Quiere resistirse, pero no puede, se siente indefensa, presa de aquellas manos enormes. Le duele un poco, pero no quiere quejarse.

La mujer rubia siente que aquello es una vuelta al principio, cuando la escena era casi una repetición de esta, pero algo ha cambiado; antes no, pero ahora tiene el sexo de la chica libre, todo para ella, a disposición de su boca ansiosa. Antes de perderse entre sus piernas, acerca su boca a la de la chica, le da un beso largo, se intercambian sabores, se mezclan los sabores de los tres en aquel beso; no pierde tiempo, no sabe cuánto más va a aguantar el hombre así y decide aprovecharlo. Se arrodilla ante la chica, ante su sexo que ya ha pasado de ser rosa a rojo intenso. Le pasa una bien cuidada mano por todo el vientre, jugueteando con el piercing del ombligo, abre su rajita, hunde su cabeza, su lengua; no tiene que mover la lengua, los movimientos del hombre lo hacen por ella. Libera una de sus manos y la lleva a su sexo, que le sigue pidiendo más; se lo imagina como una tajada de sandía, rojo y jugoso y espera que, antes de que termine aquel encuentro, reciba también su merecido…

Pues eso.

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…pero a tu lado

 

Ayúdame y te habré ayudado

que hoy he soñado,

en otra vida, en otro mundo,

pero a tu lado”

(Pero a tu lado. Los Secretos)


Bici elíptica. Le habían dicho que unos diez minutos al día. Llevaba quince y quería completar la media hora. Le dolía todo el cuerpo, le dolían músculos que casi no se acordaba que tenía y sabía que mañana le iba a costar un mundo levantarse. Pero siguió, pedaleando o como quiera que se llamase eso que hacía. Se sentía exhausta, sin aliento, pero siguió y siguió. Era su rutina diaria, su objetivo, la meta que se había marcado: olvidarse de aquel otro dolor, de los meses de hospital, de aquel accidente que casi acaba con su vida; olvidarse de las cicatrices y dejar de depender de los demás, por mucho que alguien le repitiese que, ahora que la tenía cerca, su vida volvía a tener sentido.


Se acabó la tortura de la bici elíptica. Miró el reloj: llevaba más de dos horas machacándose. Cada día un poquito más, se decía, un par de minutos más, así dejará de doler. Era lo que se repetía en silencio, era lo que hacía con determinación de autómata, cada día, sin faltar uno, desde aquella tarde en que el mundo que conocía, fuera de aquella fría habitación de hospital, se hizo añicos. Esa persona que ahora le juraba amor eterno, que no quería dejarla sola, que la empujaba a estar bien, casi la destruye, casi la aboca a abandonarse, a acomodarse en sus limitaciones, porque ese día le pareció que su vida no merecía seguir siendo vivida, que quizá hubiese sido mejor que terminase allí, en aquella carretera, aquella noche, bajo aquella lluvia.


Todo eso pasaba por su cabeza cada vez que atravesaba la puerta del gimnasio, el lugar que había convertido, no en su hogar, porque su hogar no existía, pero sí en un refugio y en una terapia: dolor para aliviar el dolor, moverse para no estancarse. Y así, un día tras otro, a la misma hora, entraba y hacía sus ejercicios, cada vez un poco más largos, cada vez un poco más duros. Había dolor, dolor físico, pero mientras ejercitaba su maltrecho cuerpo, su mente se evadía; no podía evitar el recuerdo recurrente de la lluvia en el asfalto, el chirrido de los frenos, el dolor insoportable y luego nada, nada absoluta, oscuridad y silencio; con un ratito más, esos recuerdos se desvanecían, con un esfuerzo más, una parte del dolor se iba. No prestaba atención a nada ni a nadie, tenía un objetivo y luchaba por conseguirlo.


Sin embargo, había alguien que si la observaba, cada tarde; cuando se marchaba, la seguía viendo allí, en otra máquina, con otro ejercicio, mirando el reloj y, cuando parecía realmente cansada, seguía unos minutos más. Pensó que se trataba de otra adicta al ejercicio, otra que buscaba el cuerpo perfecto. La despreció por ello, pero siguió mirándola, observándola, examinándola, atenta a cualquier movimiento, a cualquier gesto.


La tarde que precedió a la noche de la ducha, empezó como otras tantas: cuando llegó, la otra (decidió llamarla la “rubita”), parecía llevar allí un buen rato, tenía el rostro cansado y triste, la mirada perdida en esa otra dimensión; se desentendió de ella y fue a lo suyo, su horita de desconexión, de relajación, de descarga; le gustaba aquella hora porque había poca gente, porque no hablaba con nadie porque a nadie conocía allí, por eso precisamente había elegido ese gimnasio, lejos de su casa, lejos de todo lo que conocía. Cuando acabó sus ejercicios, se encaminó a la ducha; como siempre, no se fijó en los tres o cuatro hombres que, sabía, la desnudaban con la mirada; clientes de última hora, como ella misma. Llegó al vestuario y lo encontró vacío; se encaminó a las duchas y tampoco sintió que hubiera nadie allí. Se desnudó despacio, no tenía prisa, no la esperaba nadie; empezó a pensar que le apetecía salir, tomar una copa, quizá algo de diversión subida de tono y así, pensando en eso, abrió la cortina de la ducha. Y la encontró ocupada. Ella estaba dándole la espalda, el cuerpo todavía mojado, unas gotas de agua resbalaban por su piel. La rubita. Quiso correr la cortina, pero algo le llamó la atención. Una cicatriz le recorría la espalda, arrancando de casi el final del cuello, parecía una línea quebrada que le llegaba hasta las nalgas, una línea pálida que la hizo palidecer. La línea seguía hasta la mitad de la pierna izquierda. Corrió la cortina despacio, sin delatarse. Se metió en otra ducha. No oyó como la otra, la rubita, salía y, cuando ella lo hizo, se encontró, esta vez sí, sola.


Se secó, se vistió, recogió sus cosas y se dio cuenta de que no le apetecía salir. No sabría explicarlo, pero se sintió mal. Se marchó de allí y deseó no haber corrido aquella cortina. Aquella noche, durmió inquieta, soñó con la rubita del gimnasio y con la horrible cicatriz que recorría su espalda. Cuando despertó, decidió que quería conocerla, quería saberlo todo sobre ella. No sabía como, pero lo haría. Durante todo el día, estuvo pensando en cómo acercarse o hacer que se acercara, pero no se le ocurrió cómo.


La respuesta le vino sin buscarla: esa tarde llegaron a la vez al gimnasio. Ella, a lomos de su moto, ese capricho caro al que no pensaba renunciar. Al aparcar, la luz interior de un coche al encenderse, llamó su atención: era la rubita que había abierto la puerta del acompañante; antes de salir, un hombre joven se acercó a ella con intención de besarla, ella apartó la cara y recibió un fugaz beso en la mejilla. Salió del coche y, sin mirar, se encaminó al gimnasio. Caminaba con una leve cojera. La miró con el anonimato que le proporcionaba el casco. No la perdió de vista hasta que la puerta del gimnasio se cerró tras ella, entonces la siguió, se encaminó al vestuario, se cambió de ropa y empezó su rutina, esta vez desviando la mirada, de cuando en cuando, para mirarla. Lo hacía con descaro, porque la “rubita”, como todos los días, estaba en su dimensión. La tarde fue pasando, la gente se fue marchando, la rubita seguía ahí, de máquina en máquina, tandas y tandas de ejercicios, sin que el cansancio pareciese hacerle mella. Decidió quedarse, esperar un poco mas. Luego lo pensó mejor, no quiso ponerse en evidencia, no delante de ella; se levantó y se encaminó, una vez más, a las duchas; se desnudó y se metió en la ducha con rapidez, como avergonzada.


Esta vez, fue su cortina la que se corrió. Y allí estaba la rubita, desnuda, con una toalla en la mano, la piel brillando por el sudor del ejercicio. No dijo una palabra: dejó que la otra la mirara, que se recreara en ella, se dio la vuelta, despacio, como si quisiera que la viera bien, como si desease ser contemplada. Volvió a correr la cortina y se metió en la ducha de al lado. Seguía estupefacta mientras oía correr el agua en la ducha de al lado. Cuando salió, estaba sola y, por un momento, pensó que lo que había pasado era una alucinación. Se sentó, desnuda todavía, en un banco, se secó sin prisas, parecía costarle un enorme esfuerzo el más mínimo gesto. No supo cuanto estuvo allí sentada hasta que oyó el móvil. Despertó de su letargo, miró el teléfono y dejó que siguiera sonando, se terminó de secar, se vistió, recogió sus cosas y se marchó.


Al salir, la vio junto a la moto, en actitud de espera. Pensó que esperaba a quien la había llevado, al chico del coche. No tenía ni idea de qué decirle, de cómo explicarle ni explicarse. Tampoco hizo falta que dijese nada. Era curioso, no habían cruzado una sola palabra en el tiempo en que llevaban viéndose en el gimnasio, no se habían dicho nada en las duchas, no sabían nada la una de la otra. Apenas unos pasos más y ahí estaba la moto y ella, inmóviles ambas, pasos dubitativos de quien se acercaba. Sonrisa tímida cuando se acercó a la máquina, llave en mano, como pidiendo permiso para arrancarla y salir pitando de allí, como si no quisiese escuchar los reproches que, por su actitud, estaba segura de merecer. Cuando colocó la llave en el contacto, una mano se posó en la suya, una boca se acercó a su oído y una voz, en tono muy bajo, dijo solo dos palabras: Llévame contigo…


Pues eso.



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Aromas y fragancias (…olores)

 

estuve doce años sin volver esta página

esperando su letra sus estampas

imaginando cosas que no dice

pero que eran igualmente ciertas”

(M. Benedetti. Volver la página)

La última vez que vi a María, vi muchas cosas en sus ojos, en su rostro; no dijo nada en ese momento, no hizo falta porque todo cuanto tenía que decir lo dejó muy claro la noche anterior: no quería volver a verme, no quería volver a saber de mí, quería borrarme de su mente, se arrepentía de haberme conocido, de haber confiado en mí; me deseaba lo peor… no, esto no es cierto, no me deseaba nada, ni bueno ni malo; la última vez que vi a María deseó y se propuso eliminarme de sus recuerdos y de su corazón, si es que alguna vez merecí el honor de tener un huequecito en él.

María y yo nos conocíamos desde siempre; las dos nos habíamos criado en un pueblo pequeño, habíamos compartido escuela y luego autobús hasta otro pueblo algo más grande que nos llevaba al instituto. Creo que pasábamos más tiempo la una con la otra que con cualquier otra persona. Pasamos de la niñez a la adolescencia juntas, cada una sin percibir cambios en la otra, cada una disculpando a la otra, encubriendo a la otra; eramos casi más que hermanas, eramos confidentes, eramos… María y yo.

No se exactamente cuando empecé a sentir “algo más” por María; no se cuando empecé a mirarla de otra forma, no se cuando empecé a notar que su presencia me alteraba y su ausencia me dolía. No, no lo se, no sabría contestar a ninguna de esas preguntas. No sabría explicar lo que sentí la noche que, preparando unos exámenes, una de esas noches en blanco que pasamos pegadas a los libros, me confesó que había un chico que le gustaba. Me esforcé porque no se me notara lo que sentí como un bofetón inesperado; en realidad, no tan inesperado, porque con nuestros casi dieciocho años, María era una auténtica belleza. Supongo que fue esa noche, justo después de esa confesión, cuando la miré y la vi: hermosa, delicada, tremendamente sensual; supongo que también esa noche me di cuenta de que lo que realmente sentía por ella no era solo amistad. No le dije nada de todo esto, por supuesto; la animé a que me contara quién era el, si yo lo conocía y todo eso que se supone que se confían las chicas de nuestra edad.

A pesar de aquel primer chico, seguimos compartiendo tiempo, noches de estudio y tardes de cine, a veces solas, a veces en pandilla; yo también le confesé una noche que había alguien por ahí y María se emocionó: quiso saberlo todo, quién era, si ella lo conocía, que podríamos salir juntos. Y lo hicimos, y cada vez que la veía cogerse de la mano con él, besarse con él, me sentía desgarrada, parecía como si algo se rompiese en mi interior. Yo, por mi parte, recibía las caricias toscas de aquel buen chico que había tenido la mala idea de fijarse en mí, recibía sus besos y recibí, aquella primera noche juntos, su casi infantil forma de hacerme el amor. Yo no sentí nada, ni bueno ni malo, quizá porque, aunque no quisiera reconocerlo, cuando notaba sus manos sobre mí, imaginaba que esas manos eran de María, esos besos también eran suyos y, quizá por eso, cuando todo acabó, terminé llorando. El se deshizo en disculpas, me pidió mil veces perdón, me preguntó si me había hecho daño… no acerté a decir nada, solo lloré.

Aquella historia nuestra, la de María con su chico y yo con el mío, terminó como terminan miles cada día; terminó justo en el momento en que tuvimos que decidirnos a dar el salto, del pueblo a la ciudad, del instituto a la universidad. Se habló mucho en su familia y en la mía y se decidió que, ya que los horarios de ambas iban a ser compatibles aunque no coincidiéramos en clases (ella, ciencias; yo, letras), podríamos compartir un piso que su familia tenía cerca de la facultad. No era gran cosa, pero nos apañaríamos como siempre habíamos hecho. Y así empezó otro capítulo de nuestras vidas. Ninguna de las dos pensábamos que aquello iba a ser, no un punto y seguido como hasta ahora, sino un punto y final bastante doloroso para las dos.

Quizá lo mejor que nos pudo pasar fue el cambio de horarios, que hizo que coincidiéramos poco; apenas nos veíamos durante la semana; el viernes por la tarde, me dedicaba a ordenar un poco la casa, a lavar ropa y procuraba dejarle preparado algo de comer, algo que sabía que le iba a gustar y muchas noches, la esperaba despierta; muchas de esas noches volvía acompañada, entraban sin hacer ruido (yo procuraba entonces apagar la luz) y la oía en su habitación, y seguía doliendo. Así, empecé a salir yo también; prefería pasear y frecuentar eso que llamaban bares de “ambiente” antes que estar en casa y oírla llegar, oír su risa desde mi habitación, oír sus gemidos desde mi cama. Y conocí a alguien y empecé a pasar algunos fines de semana fuera.

Y así transcurrió nuestra vida de estudiantes, así fue pasando el tiempo hasta aquella noche en que vi tanto y tanto en los ojos de María. Todo vino por una semana en la que dijo que se volvía al pueblo, que necesitaba desconectar, que estaba agobiada, pero que no me preocupase, que era una especie de “pájara”, que se le pasaría y que volvería. A mediados de esa semana, con la casa entera para mí, decidí invitar a esa persona que había conocido, con la que procuraba volcarme, pero que no me llenaba, porque todo lo llenaba María. Ese día, me salté las clases y no fui al curro a tiempo parcial que me había buscado porque no quedaba otra; la tarde antes, lo preparé todo, lo recogí todo, hice la llamada y ella apareció, sorprendida porque era la primera vez que la invitaba a la casa donde yo vivía; cenamos, charlamos, nos fuimos a mi cama, hicimos el amor… y yo esperaba oír risas y gemidos de la otra habitación, aunque la sabía vacía.

Por eso, porque no me pareció justo con ella, le dije que se quedase, que nos quedásemos todo el día siguiente juntas, solas, aisladas allí, en aquella casa que, durante ese día, sería nuestra; entre risas, planeamos pasar el día siguiente desnudas. Cuando amaneció, ella seguía dormida; me levanté sin hacer ruido, me fui a la ducha, preparé el desayuno para dos y volví a la cama, me esperaba despierta, sonrisa pícara; me metí en la cama con ella y me susurró al oído que tenía hambre, pero que podíamos pasar del desayuno… Así empezó nuestro día y mi infierno.

A media tarde, no nos habíamos levantado de la cama; estábamos haciendo el amor otra vez, yo pensaba que aquello no era más que un patético intento por mi parte de compensarla por tanta infidelidad, aunque solo fuera de pensamiento, por mi parte, por eso no oímos la puerta, ni la de la entrada ni la de mi habitación. Fuimos conscientes de que no estábamos solas al oír la puerta al cerrarse con un golpe seco, un golpe que cerró la puerta de mi habitación y abrió la de mi infierno.

Lo siguiente fue que mi compañía se marchó, porque la insté a ello, le rogué que se fuera; no lo entendió, no alcanzó a comprender la actitud de María, que se recluyó en su habitación ni la mía, que parecía una mezcla de infidelidad y culpabilidad. No le di más explicaciones, no pude, solo le rogué que se marchase, que ya hablaríamos. No se qué me dijo, no se si dijo algo, pero vi una profunda desilusión en su cara, una actitud de derrota en su forma de recoger su ropa, de vestirse, de marcharse. Por mi parte, me vestí y me senté en el sofá, sin saber muy bien qué esperar o qué actitud adoptar o, simplemente, qué decirle a María cuando decidiera salir.

Y María salió de su habitación cuando ya había anochecido; en su cara, una expresión que no había visto antes, y dijo muchas cosas con una voz que tampoco le había oído antes, era una voz dura, cargada de ira pero, sobre todo, de desprecio; pareció escoger las palabras idóneas para hacer daño: lo consiguió. Sus palabras fueron como una lluvia de meteoritos, que sembraba la destrucción allí donde caían, y caían sobre mí con fría y deliberada precisión. Me estaba aniquilando y me sentía incapaz de pronunciar una sola palabra, de contradecirla; solo intentaba justificarme, intentaba pedirle perdón, aunque no supiera muy bien qué tenía que perdonarme. No quiso oír, no pareció oírme; siguió y siguió ametrallándome, hasta que soltó la andanada final: recoge tus cosas y vete, mañana no te quiero aquí, no quiero volver a verte, no quiero saber nada más de ti.

Así, acordándome de aquella noche y de aquella mañana que la siguió, cuando recogí mis cosas y me marché, llevándome aquella mirada suya de desprecio, empecé mi vida sin tenerla cerca; volví a mi trabajo de media jornada, volví a mi compañía de aquella noche, volví a los libros, sumergiéndome en ellos, refugiándome en ellos, pensando en ellos por no pensar en aquella mirada y aquellas palabras; no me fue fácil, pero no me quejé entonces y no me quejo ahora; entonces me sentí culpable, miserable y merecedora de cuanto me había dicho y de cuanto había callado.

Por eso ahora, tras algunos años, tras dejar de sentirme miserable, tras dejar a mi compañía de aquella noche, la que me ofreció lo poco que tenía cuando yo me quedé sin nada, recibo esta llamada; es María, no pide, no me pregunta si me viene bien, simplemente me cita, quiere que quedemos en la cafetería cara, donde íbamos a desayunar cuando nos sentíamos excéntricas. Me ha citado y he sido incapaz de decirle que no. Y aquí estoy, en la mesa de siempre, mirando la calle que tantas y tantas veces hemos mirado juntas mientras hacíamos planes, mientras nos hacíamos confidencias, mientras… Aquí estoy, esperándola sin saber realmente qué espero.

Pues eso.

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