…pero a tu lado

 

Ayúdame y te habré ayudado

que hoy he soñado,

en otra vida, en otro mundo,

pero a tu lado”

(Pero a tu lado. Los Secretos)


Bici elíptica. Le habían dicho que unos diez minutos al día. Llevaba quince y quería completar la media hora. Le dolía todo el cuerpo, le dolían músculos que casi no se acordaba que tenía y sabía que mañana le iba a costar un mundo levantarse. Pero siguió, pedaleando o como quiera que se llamase eso que hacía. Se sentía exhausta, sin aliento, pero siguió y siguió. Era su rutina diaria, su objetivo, la meta que se había marcado: olvidarse de aquel otro dolor, de los meses de hospital, de aquel accidente que casi acaba con su vida; olvidarse de las cicatrices y dejar de depender de los demás, por mucho que alguien le repitiese que, ahora que la tenía cerca, su vida volvía a tener sentido.


Se acabó la tortura de la bici elíptica. Miró el reloj: llevaba más de dos horas machacándose. Cada día un poquito más, se decía, un par de minutos más, así dejará de doler. Era lo que se repetía en silencio, era lo que hacía con determinación de autómata, cada día, sin faltar uno, desde aquella tarde en que el mundo que conocía, fuera de aquella fría habitación de hospital, se hizo añicos. Esa persona que ahora le juraba amor eterno, que no quería dejarla sola, que la empujaba a estar bien, casi la destruye, casi la aboca a abandonarse, a acomodarse en sus limitaciones, porque ese día le pareció que su vida no merecía seguir siendo vivida, que quizá hubiese sido mejor que terminase allí, en aquella carretera, aquella noche, bajo aquella lluvia.


Todo eso pasaba por su cabeza cada vez que atravesaba la puerta del gimnasio, el lugar que había convertido, no en su hogar, porque su hogar no existía, pero sí en un refugio y en una terapia: dolor para aliviar el dolor, moverse para no estancarse. Y así, un día tras otro, a la misma hora, entraba y hacía sus ejercicios, cada vez un poco más largos, cada vez un poco más duros. Había dolor, dolor físico, pero mientras ejercitaba su maltrecho cuerpo, su mente se evadía; no podía evitar el recuerdo recurrente de la lluvia en el asfalto, el chirrido de los frenos, el dolor insoportable y luego nada, nada absoluta, oscuridad y silencio; con un ratito más, esos recuerdos se desvanecían, con un esfuerzo más, una parte del dolor se iba. No prestaba atención a nada ni a nadie, tenía un objetivo y luchaba por conseguirlo.


Sin embargo, había alguien que si la observaba, cada tarde; cuando se marchaba, la seguía viendo allí, en otra máquina, con otro ejercicio, mirando el reloj y, cuando parecía realmente cansada, seguía unos minutos más. Pensó que se trataba de otra adicta al ejercicio, otra que buscaba el cuerpo perfecto. La despreció por ello, pero siguió mirándola, observándola, examinándola, atenta a cualquier movimiento, a cualquier gesto.


La tarde que precedió a la noche de la ducha, empezó como otras tantas: cuando llegó, la otra (decidió llamarla la “rubita”), parecía llevar allí un buen rato, tenía el rostro cansado y triste, la mirada perdida en esa otra dimensión; se desentendió de ella y fue a lo suyo, su horita de desconexión, de relajación, de descarga; le gustaba aquella hora porque había poca gente, porque no hablaba con nadie porque a nadie conocía allí, por eso precisamente había elegido ese gimnasio, lejos de su casa, lejos de todo lo que conocía. Cuando acabó sus ejercicios, se encaminó a la ducha; como siempre, no se fijó en los tres o cuatro hombres que, sabía, la desnudaban con la mirada; clientes de última hora, como ella misma. Llegó al vestuario y lo encontró vacío; se encaminó a las duchas y tampoco sintió que hubiera nadie allí. Se desnudó despacio, no tenía prisa, no la esperaba nadie; empezó a pensar que le apetecía salir, tomar una copa, quizá algo de diversión subida de tono y así, pensando en eso, abrió la cortina de la ducha. Y la encontró ocupada. Ella estaba dándole la espalda, el cuerpo todavía mojado, unas gotas de agua resbalaban por su piel. La rubita. Quiso correr la cortina, pero algo le llamó la atención. Una cicatriz le recorría la espalda, arrancando de casi el final del cuello, parecía una línea quebrada que le llegaba hasta las nalgas, una línea pálida que la hizo palidecer. La línea seguía hasta la mitad de la pierna izquierda. Corrió la cortina despacio, sin delatarse. Se metió en otra ducha. No oyó como la otra, la rubita, salía y, cuando ella lo hizo, se encontró, esta vez sí, sola.


Se secó, se vistió, recogió sus cosas y se dio cuenta de que no le apetecía salir. No sabría explicarlo, pero se sintió mal. Se marchó de allí y deseó no haber corrido aquella cortina. Aquella noche, durmió inquieta, soñó con la rubita del gimnasio y con la horrible cicatriz que recorría su espalda. Cuando despertó, decidió que quería conocerla, quería saberlo todo sobre ella. No sabía como, pero lo haría. Durante todo el día, estuvo pensando en cómo acercarse o hacer que se acercara, pero no se le ocurrió cómo.


La respuesta le vino sin buscarla: esa tarde llegaron a la vez al gimnasio. Ella, a lomos de su moto, ese capricho caro al que no pensaba renunciar. Al aparcar, la luz interior de un coche al encenderse, llamó su atención: era la rubita que había abierto la puerta del acompañante; antes de salir, un hombre joven se acercó a ella con intención de besarla, ella apartó la cara y recibió un fugaz beso en la mejilla. Salió del coche y, sin mirar, se encaminó al gimnasio. Caminaba con una leve cojera. La miró con el anonimato que le proporcionaba el casco. No la perdió de vista hasta que la puerta del gimnasio se cerró tras ella, entonces la siguió, se encaminó al vestuario, se cambió de ropa y empezó su rutina, esta vez desviando la mirada, de cuando en cuando, para mirarla. Lo hacía con descaro, porque la “rubita”, como todos los días, estaba en su dimensión. La tarde fue pasando, la gente se fue marchando, la rubita seguía ahí, de máquina en máquina, tandas y tandas de ejercicios, sin que el cansancio pareciese hacerle mella. Decidió quedarse, esperar un poco mas. Luego lo pensó mejor, no quiso ponerse en evidencia, no delante de ella; se levantó y se encaminó, una vez más, a las duchas; se desnudó y se metió en la ducha con rapidez, como avergonzada.


Esta vez, fue su cortina la que se corrió. Y allí estaba la rubita, desnuda, con una toalla en la mano, la piel brillando por el sudor del ejercicio. No dijo una palabra: dejó que la otra la mirara, que se recreara en ella, se dio la vuelta, despacio, como si quisiera que la viera bien, como si desease ser contemplada. Volvió a correr la cortina y se metió en la ducha de al lado. Seguía estupefacta mientras oía correr el agua en la ducha de al lado. Cuando salió, estaba sola y, por un momento, pensó que lo que había pasado era una alucinación. Se sentó, desnuda todavía, en un banco, se secó sin prisas, parecía costarle un enorme esfuerzo el más mínimo gesto. No supo cuanto estuvo allí sentada hasta que oyó el móvil. Despertó de su letargo, miró el teléfono y dejó que siguiera sonando, se terminó de secar, se vistió, recogió sus cosas y se marchó.


Al salir, la vio junto a la moto, en actitud de espera. Pensó que esperaba a quien la había llevado, al chico del coche. No tenía ni idea de qué decirle, de cómo explicarle ni explicarse. Tampoco hizo falta que dijese nada. Era curioso, no habían cruzado una sola palabra en el tiempo en que llevaban viéndose en el gimnasio, no se habían dicho nada en las duchas, no sabían nada la una de la otra. Apenas unos pasos más y ahí estaba la moto y ella, inmóviles ambas, pasos dubitativos de quien se acercaba. Sonrisa tímida cuando se acercó a la máquina, llave en mano, como pidiendo permiso para arrancarla y salir pitando de allí, como si no quisiese escuchar los reproches que, por su actitud, estaba segura de merecer. Cuando colocó la llave en el contacto, una mano se posó en la suya, una boca se acercó a su oído y una voz, en tono muy bajo, dijo solo dos palabras: Llévame contigo…


Pues eso.



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Una respuesta a …pero a tu lado

  1. Marta dijo:

    Bonita canción de "Los Secretos"…y a tí para no haber escrito nada en tiempo (según me dijistes), este no es de los más guarros, más bién diría romántico, sutíl…humano. Estoy en esa fase…"Llévame contigo". Marta.

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