Aromas y fragancias (…olores)

 

estuve doce años sin volver esta página

esperando su letra sus estampas

imaginando cosas que no dice

pero que eran igualmente ciertas”

(M. Benedetti. Volver la página)

La última vez que vi a María, vi muchas cosas en sus ojos, en su rostro; no dijo nada en ese momento, no hizo falta porque todo cuanto tenía que decir lo dejó muy claro la noche anterior: no quería volver a verme, no quería volver a saber de mí, quería borrarme de su mente, se arrepentía de haberme conocido, de haber confiado en mí; me deseaba lo peor… no, esto no es cierto, no me deseaba nada, ni bueno ni malo; la última vez que vi a María deseó y se propuso eliminarme de sus recuerdos y de su corazón, si es que alguna vez merecí el honor de tener un huequecito en él.

María y yo nos conocíamos desde siempre; las dos nos habíamos criado en un pueblo pequeño, habíamos compartido escuela y luego autobús hasta otro pueblo algo más grande que nos llevaba al instituto. Creo que pasábamos más tiempo la una con la otra que con cualquier otra persona. Pasamos de la niñez a la adolescencia juntas, cada una sin percibir cambios en la otra, cada una disculpando a la otra, encubriendo a la otra; eramos casi más que hermanas, eramos confidentes, eramos… María y yo.

No se exactamente cuando empecé a sentir “algo más” por María; no se cuando empecé a mirarla de otra forma, no se cuando empecé a notar que su presencia me alteraba y su ausencia me dolía. No, no lo se, no sabría contestar a ninguna de esas preguntas. No sabría explicar lo que sentí la noche que, preparando unos exámenes, una de esas noches en blanco que pasamos pegadas a los libros, me confesó que había un chico que le gustaba. Me esforcé porque no se me notara lo que sentí como un bofetón inesperado; en realidad, no tan inesperado, porque con nuestros casi dieciocho años, María era una auténtica belleza. Supongo que fue esa noche, justo después de esa confesión, cuando la miré y la vi: hermosa, delicada, tremendamente sensual; supongo que también esa noche me di cuenta de que lo que realmente sentía por ella no era solo amistad. No le dije nada de todo esto, por supuesto; la animé a que me contara quién era el, si yo lo conocía y todo eso que se supone que se confían las chicas de nuestra edad.

A pesar de aquel primer chico, seguimos compartiendo tiempo, noches de estudio y tardes de cine, a veces solas, a veces en pandilla; yo también le confesé una noche que había alguien por ahí y María se emocionó: quiso saberlo todo, quién era, si ella lo conocía, que podríamos salir juntos. Y lo hicimos, y cada vez que la veía cogerse de la mano con él, besarse con él, me sentía desgarrada, parecía como si algo se rompiese en mi interior. Yo, por mi parte, recibía las caricias toscas de aquel buen chico que había tenido la mala idea de fijarse en mí, recibía sus besos y recibí, aquella primera noche juntos, su casi infantil forma de hacerme el amor. Yo no sentí nada, ni bueno ni malo, quizá porque, aunque no quisiera reconocerlo, cuando notaba sus manos sobre mí, imaginaba que esas manos eran de María, esos besos también eran suyos y, quizá por eso, cuando todo acabó, terminé llorando. El se deshizo en disculpas, me pidió mil veces perdón, me preguntó si me había hecho daño… no acerté a decir nada, solo lloré.

Aquella historia nuestra, la de María con su chico y yo con el mío, terminó como terminan miles cada día; terminó justo en el momento en que tuvimos que decidirnos a dar el salto, del pueblo a la ciudad, del instituto a la universidad. Se habló mucho en su familia y en la mía y se decidió que, ya que los horarios de ambas iban a ser compatibles aunque no coincidiéramos en clases (ella, ciencias; yo, letras), podríamos compartir un piso que su familia tenía cerca de la facultad. No era gran cosa, pero nos apañaríamos como siempre habíamos hecho. Y así empezó otro capítulo de nuestras vidas. Ninguna de las dos pensábamos que aquello iba a ser, no un punto y seguido como hasta ahora, sino un punto y final bastante doloroso para las dos.

Quizá lo mejor que nos pudo pasar fue el cambio de horarios, que hizo que coincidiéramos poco; apenas nos veíamos durante la semana; el viernes por la tarde, me dedicaba a ordenar un poco la casa, a lavar ropa y procuraba dejarle preparado algo de comer, algo que sabía que le iba a gustar y muchas noches, la esperaba despierta; muchas de esas noches volvía acompañada, entraban sin hacer ruido (yo procuraba entonces apagar la luz) y la oía en su habitación, y seguía doliendo. Así, empecé a salir yo también; prefería pasear y frecuentar eso que llamaban bares de “ambiente” antes que estar en casa y oírla llegar, oír su risa desde mi habitación, oír sus gemidos desde mi cama. Y conocí a alguien y empecé a pasar algunos fines de semana fuera.

Y así transcurrió nuestra vida de estudiantes, así fue pasando el tiempo hasta aquella noche en que vi tanto y tanto en los ojos de María. Todo vino por una semana en la que dijo que se volvía al pueblo, que necesitaba desconectar, que estaba agobiada, pero que no me preocupase, que era una especie de “pájara”, que se le pasaría y que volvería. A mediados de esa semana, con la casa entera para mí, decidí invitar a esa persona que había conocido, con la que procuraba volcarme, pero que no me llenaba, porque todo lo llenaba María. Ese día, me salté las clases y no fui al curro a tiempo parcial que me había buscado porque no quedaba otra; la tarde antes, lo preparé todo, lo recogí todo, hice la llamada y ella apareció, sorprendida porque era la primera vez que la invitaba a la casa donde yo vivía; cenamos, charlamos, nos fuimos a mi cama, hicimos el amor… y yo esperaba oír risas y gemidos de la otra habitación, aunque la sabía vacía.

Por eso, porque no me pareció justo con ella, le dije que se quedase, que nos quedásemos todo el día siguiente juntas, solas, aisladas allí, en aquella casa que, durante ese día, sería nuestra; entre risas, planeamos pasar el día siguiente desnudas. Cuando amaneció, ella seguía dormida; me levanté sin hacer ruido, me fui a la ducha, preparé el desayuno para dos y volví a la cama, me esperaba despierta, sonrisa pícara; me metí en la cama con ella y me susurró al oído que tenía hambre, pero que podíamos pasar del desayuno… Así empezó nuestro día y mi infierno.

A media tarde, no nos habíamos levantado de la cama; estábamos haciendo el amor otra vez, yo pensaba que aquello no era más que un patético intento por mi parte de compensarla por tanta infidelidad, aunque solo fuera de pensamiento, por mi parte, por eso no oímos la puerta, ni la de la entrada ni la de mi habitación. Fuimos conscientes de que no estábamos solas al oír la puerta al cerrarse con un golpe seco, un golpe que cerró la puerta de mi habitación y abrió la de mi infierno.

Lo siguiente fue que mi compañía se marchó, porque la insté a ello, le rogué que se fuera; no lo entendió, no alcanzó a comprender la actitud de María, que se recluyó en su habitación ni la mía, que parecía una mezcla de infidelidad y culpabilidad. No le di más explicaciones, no pude, solo le rogué que se marchase, que ya hablaríamos. No se qué me dijo, no se si dijo algo, pero vi una profunda desilusión en su cara, una actitud de derrota en su forma de recoger su ropa, de vestirse, de marcharse. Por mi parte, me vestí y me senté en el sofá, sin saber muy bien qué esperar o qué actitud adoptar o, simplemente, qué decirle a María cuando decidiera salir.

Y María salió de su habitación cuando ya había anochecido; en su cara, una expresión que no había visto antes, y dijo muchas cosas con una voz que tampoco le había oído antes, era una voz dura, cargada de ira pero, sobre todo, de desprecio; pareció escoger las palabras idóneas para hacer daño: lo consiguió. Sus palabras fueron como una lluvia de meteoritos, que sembraba la destrucción allí donde caían, y caían sobre mí con fría y deliberada precisión. Me estaba aniquilando y me sentía incapaz de pronunciar una sola palabra, de contradecirla; solo intentaba justificarme, intentaba pedirle perdón, aunque no supiera muy bien qué tenía que perdonarme. No quiso oír, no pareció oírme; siguió y siguió ametrallándome, hasta que soltó la andanada final: recoge tus cosas y vete, mañana no te quiero aquí, no quiero volver a verte, no quiero saber nada más de ti.

Así, acordándome de aquella noche y de aquella mañana que la siguió, cuando recogí mis cosas y me marché, llevándome aquella mirada suya de desprecio, empecé mi vida sin tenerla cerca; volví a mi trabajo de media jornada, volví a mi compañía de aquella noche, volví a los libros, sumergiéndome en ellos, refugiándome en ellos, pensando en ellos por no pensar en aquella mirada y aquellas palabras; no me fue fácil, pero no me quejé entonces y no me quejo ahora; entonces me sentí culpable, miserable y merecedora de cuanto me había dicho y de cuanto había callado.

Por eso ahora, tras algunos años, tras dejar de sentirme miserable, tras dejar a mi compañía de aquella noche, la que me ofreció lo poco que tenía cuando yo me quedé sin nada, recibo esta llamada; es María, no pide, no me pregunta si me viene bien, simplemente me cita, quiere que quedemos en la cafetería cara, donde íbamos a desayunar cuando nos sentíamos excéntricas. Me ha citado y he sido incapaz de decirle que no. Y aquí estoy, en la mesa de siempre, mirando la calle que tantas y tantas veces hemos mirado juntas mientras hacíamos planes, mientras nos hacíamos confidencias, mientras… Aquí estoy, esperándola sin saber realmente qué espero.

Pues eso.

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